Esteban Ibarra

Movimiento contra la Intolerancia, por los Derechos Humanos

Violencia urbana y juventud

Es evidente que ni todos los jóvenes son violentos, ni toda la violencia que existe en la sociedad está protagonizada por los jóvenes. Ahora bien, resulta cierto que la violencia en el ámbito urbano aumenta de forma lenta e interrumpida en los últimos años entre los jóvenes, y esto se expresa no sólo por los numerosos sucesos violentos sino por su creciente aceptación y justificación como forma de abordar los conflictos y de encarar los problemas.

¿Qué tienen en común quienes desarrollan conductas de violencia ultra de los campos de fútbol, con los que protagonizan el vandalismo urbano, el matonismo escolar, con las reyertas de los fines de semana, con las grescas que protagonizan grupos de jóvenes, con borrokas y cabezas rapadas, o con aquellos depredadores que acaban con la vida de alguien? Pues que todos asumen o les fascina la violencia, además de carecer de empatía, no valorar la dignidad y la integridad del prójimo, incluso llegar a despreciar, sin más, el propio valor de la vida.

Cuando un joven bárbaro es capaz de matar a sus padres y hermana con una katana, unas menores muy crueles de degollar a su amiga, o unos jóvenes depredadores secuestran, violan, atropellan y queman viva a una niña; cuando un grupo de macarras revienta el cráneo a otro joven, unos ultras fanáticos apuñalan en el corazón a un aficionado, unos borrokas queman vivo a un ertzaina, una cuadrilla de niñatos destrozan el cráneo a un mendigo mientras dormía o unos adolescentes racistas patean hasta morir a un negro…. Cuando todo esto sucede en escenarios urbanos de lo más diversos, podemos aseverar sin equivocarnos que en cierto sentido la sociedad está enferma, añadiendo con amargura que, de momento, no se observa que nadie se plantee seriamente encontrar y extender antídotos contra este virus de la violencia

Es verdad que hay que precisar que los jóvenes violentos son minoría, pero su capacidad de asustar y convertir en victima a la mayoría social y destrozar la convivencia ciudadana no se mide, precisamente, por el número de violentos que albergamos en el país, sino por el alcance y brutalidad de sus acciones que pueden hacer quebrar la confianza entre ciudadanos y el respeto a la democracia. Todos pueden ser sospechosos si se genera un clima de inseguridad y el estado democrático puede ser declarado incapaz y no útil para una situación donde anide el miedo y la violencia.

El problema no sólo afecta a las víctimas, que además son estigmatizadas socialmente cuando no maltratadas institucionalmente. También afecta al conjunto de la ciudadanía que vive como víctima indirecta lo sucedido y ruega a la fortuna no verse en esa situación trágica que ha conocido, especialmente por los medios de comunicación, interpretando que aún está distante del problema.


Pero también es cierto que nadie nace violento y que estas conductas se desarrollan por aprendizaje y necesitan un hábitat que las favorezca. Deberíamos preguntarnos en consecuencia, por la contribución de las industrias audiovisuales y culturales que usan la violencia como eje, por aquellos que legitiman su uso y desarrollan una pedagogía antidemocrática, también por los ambientes futbolísticos que favorecen el lenguaje bélico, por la estética y épica de la violencia, por el abandono del tiempo libre y el ocio a un mercado que en las noches de fin de semana se vuelve salvajemente incontrolado, y en general por el desconcierto ético del todo vale, donde la subcultura de la violencia juega con ventaja pues al final solo vale quien tiene dinero, fuerza y poder. Y la violencia es un recurso para todo ello.

No obstante nos quedaríamos cortos en el análisis si sólamente señalamos las condiciones de cultivo de la violencia y olvidamos señalar las responsabilidades por omisión, falta de tratamiento o abdicación de quienes tienen la obligación profesional e institucional de encarar el problema, sin olvidar que moral y socialmente esa responsabilidad la tenemos todos. Esto es especialmente serio cuando proliferan ante nosotros adolescentes en grupos skin, bandas latinas, antisistema y demás tropa “desorientada” sin que el esfuerzo de prevención e intervención esté a la altura del problema, pese a que la violencia en determinadas zonas urbanas, en el ámbito escolar y durante los fines de semana ligadas a un ocio nada bien entendido, así lo requieran. Todo ello no cuestiona, lógicamente, la responsabilidad volitiva de quien decide finalmente, hacer uso de la violencia. Nada le exime en su decisión maligna.

Cuando un Estado democrático no tiene leyes y políticas eficaces frente al delito violento, cuando las víctimas no son bien atendidas y son olvidadas, cuando sus jueces, fiscales y policías son desbordados por la realidad, cuando no existen políticas preventivas de la violencia, especialmente en los ámbitos juveniles, cuando año tras año vemos que aumenta inexorablemente el deterioro en esta materia, gobierne quien gobierne, sea un ayuntamiento, una autonomía o el mismo Gobierno del país, entonces es que los responsables institucionales no se plantean seriamente el problema y trasladan responsabilidades ocultando su ausencia de implicación ante el mismo, con el consiguiente daño incalculable a la convivencia democrática.

Siempre la violencia, especialmente la practicada en grupo, ha tenido como aliados el anonimato, la indiferencia social, la impunidad de sus acciones y el olvido de la víctima. Hoy el problema de la violencia urbana es capilar, nos amenaza y se extiende en la sociedad ante los ojos atónitos de todos. Y si queremos erradicar estas conductas, las instituciones deberían comenzar por plantearse seriamente estos objetivos, sacándonos de la desconfianza y la impotencia en la que estamos sumergidos.

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